Vistas de página en total

domingo, 8 de septiembre de 2019

Crítica “Incendios”. Dirección: Desiderio Penza.






 Periplo del silencio: la madre perdida y aun no llorada.

Alguna vez te has preguntado ¿qué sonido tiene un árbol que cae en medio del bosque? Tal vez pienses inmediatamente en una rama quebrándose bajo la presión de una pisada, en un tronco cortado por una sierra eléctrica, en el verde de las hojas, en el follaje de un pino, un sauce, un paraíso, en lo urticante de la ortiga rozándote los tobillos descalzos en verano ¿Han visto tus ojos la voracidad de un incendio forestal? O en un plano de mayor ensoñación aun ¿te asaltó el deseo de estar en el espacio, a pocos metros, cuando inicia su trayectoria una estrella fugaz? ¿Qué se sentiría estar allí? Como seres sociales, las palabras forman nuestros pensamientos, los aromas, colores, sensaciones y emociones; entonces no podemos dejar de proyectar en nuestra mente imágenes, ya sean fotográficas o en movimiento. La memoria colectiva se construye en este proceso: todo lo que la humanidad experimentó desde sus inicios se conserva como una trama de historias que se reeditan constantemente, cambiando nombres, geografías, identidades, rostros, en fin, muertes y vidas. De estas últimas dos, el orden en el que se escriban es aleatorio, porque no hay una sin otra; porque todo lo que nace está condenado a morir; porque todo lo que muere deja a su paso una estela que se disipa con mayor o menor rapidez, impregnándose tan profundo a veces que esa vida se identifica con otras; de eso se trata una tragedia en un sentido clásico.
Lo que sabemos de primera mano nos modifica y lo que no conocemos no existe hasta que se nos muestra de forma irrefutable. “Incendios” de Wajdi Mouawad (de origen líbano-canadiense) con dirección de Desiderio Penza, es un viaje en formato teatral, narrado a través de un texto dramático con impronta de novela (¿biográfico?) literaria, en el cual la reconstrucción de una memoria férreamente ocultada, la de Nawal Marwan, obliga a quienes la sobreviven, sus mellizos Jeanne y Simón Marwan, a develar los pormenores de una vida tan lejana como las latitudes y el tiempo donde creció pero tan dolorosa como cada muerte que hubo a su paso. La vida de Nawal, como la de tantas otras mujeres de medio oriente, está signada por el padecimiento de la guerra pero más que nada por una cultura machista, donde el amor, la familia y el poder son indisociables. Es así que el presente viaja hacia el pasado y el pasado alcanza al futuro, como dos fuerzas que se retroalimentan y forman un circuito constante, que lo hace infinito. Subvertir el presente es la única manera que Nawal encuentra para darle un desenlace a su historia, partiendo, precisamente de su final.
La concepción trágica de la obra, así como su actualización (del mito clásico de Edipo) en  la mirada del autor, se traslada a lo espectacular a través de una lógica textual y de recursos que potencian y amplían aquel universo. En otras palabras, elementos de la puesta en escena como el dispositivo escénico y el diseño de espacio escénico, a cargo de Gustavo Di Sarro y Alejandro Maidana, respectivamente, acompañan e instalan un tiempo-espacio interno fragmentado que habitan los personajes y desde el que se desarrolla la historia: escenas simultáneas, ampliación del espacio escénico al espacio de espectación, escenografía desmontable, apertura/cierre de paneles, proyecciones, entre otras. Merece aquí también una mención especial el diseño de planta de luces, a cargo del mismo Penza, el cual completa la propuesta, destacando particularmente los momentos de aparición de los Oniro, personajes encargados de generar transiciones escénicas. 
Todos estos elementos perfectamente combinados, pensados en detalle y de manera inteligente, dan como resultado un espacio escénico que es capaz de contener e incluso ampliar (al punto de que el escenario se percibe mayor a lo que en realidad es) una historia con tanta densidad dramática como peso textual, palpándose en cada palabra emitida por los actores y actrices, así como también sus cuerpos en escena, en ese tránsito de sus personajes hacia una revelación tan latente como estrepitosa. ¿Es posible conocer la verdad alejada de los hechos? ¿Dónde está la verdad? ¿Quién la guarda, custodia o posee?
Es en ese “circuito trágico infinito” en el que los gemelos deberán sumergirse para encontrar las respuestas que alguna vez les fueron negadas y que, aunque ya no las quieran, deberán enfrentar, porqué la tragedia es tanto ascendente como descendente: ningún miembro del sistema (familia) escapa a ella, haciendo de la consciencia la principal problemática. Lo que no se sabe no daña pero en algún momento te alcanza.

El tiempo es una bestia extraña
Jeanne Marwan  expone frente al auditorio, que hace las veces de sus estudiantes universitarios, el significado del  “polígono grafo de visibilidad”, dando no sólo una clave de lectura que se repite a lo largo de la puesta en escena sino que es la llave maestra en la misión encomendada por su madre. De la explicación completa, que es muy bien desarrollada por la actriz (Karen Temperini) quien no sólo la expone con mucho sentido sino que de manera didáctica, demostrando a lo largo de la obra que todas aquellas teorías atraviesan a cada momento la vida de su personaje,  el espectador puede ver con claridad algunos aspectos importantes: a la que asiste es una historia de profundos contrastes y está implicado en todo lo que sucede en escena.
La proyección de covers de canciones de la “pop-culture” durante la llegada del público y a modo de amenización, interpretados por el artista Alaa Wardi, es uno de esos contrastes, donde la fascinación por lo occidental es comparable al profundo cuestionamiento de la conquista cultural que lo estadounidense y el eurocentrismo ha ejercido sobre aquellos pueblos que no comparten su forma de vida. Ya dentro de la obra esto se convierte en un significante, encarnado en el personaje de Nihad (interpretado por Exequiel Maya), quien canta algunas de estas canciones mientras asesina personas como francotirador. Se percibe a sí mismo como un showman, con su propio “american dream”: actuar y ser feliz, mientras secuestra, tortura y mata gente. “El dictador” de Chaplin y “Patch Adams” de Robie Williams aparecen como algunas posibles referencias a través del vestuario de este personaje, por ejemplo, en el momento antes mencionado o en que captura a Nawal (de 40 a 45 años) y la interroga, agregando nuevas capas de sentido a las que el texto ya trae consigo: la violencia es una segunda piel que puede o no ocultarse detrás de la apariencia más común pero siempre tiene que ver con el poder y el placer.
Si algo queda claro en este punto es que lo estético y lo poético, así como lo dramatúrgico y la puesta en escena, están guiados por una misma lógica, pero no hay en ellos solo una perspectiva. O en otras palabras, retomando la explicación de Jeanne Marwan, desde un determinado punto de vista es posible ver lo conocido y lo oculto. En esta puesta en escena hablan tanto Mouawad como Penza, potenciándose entre ambos y sin embargo cada uno tiene su espacio: el primero con un texto cuya capacidad de actualizarse inmediatamente en relación al contexto donde se representa garantiza la atracción del público hacia la historia, llevándolo a pensar no sólo en los acontecimientos reales que preceden a la obra (ese imaginar cómo sería estar allí, en primera persona) sino también en esa cultura desperdigada por el mundo entero, incluso en el espacio-tiempo real del espectador, interpelándolo respecto de su propia pertenencia socio-cultural (luchas sociales en Argentina 2019) como así también sobre las posibles problemáticas de las comunidades medio-orientales por fuera de su país de origen (¿tradición vs modernidad?); el segundo, por su parte, propone un viaje directo al interior de los conflictos humanos, cuando no a lo humano mismo: los espejos de la historia pueden colocarse frente a los hechos y personajes pero todo lo que terminarán reflejando en profundidad será su (des)humanidad.
Ya lo dice la misma Nawal en su promesa a ese hijo que le fue arrancado: “siempre te amaré”. La pregunta es ¿aun en el horror? Y es en el rostro amoroso de esa mujer que ha sobrevivido a los peores vejámenes que un humano puede someter a otros (Nawal, 60 a 65 años, en el monólogo del juicio a su captor y verdugo; magistral y conmovedoramente interpretado por Adriana Rodríguez) donde el público puede comprender que ambos, el amor y el espanto, conviven permanentemente en todas las historias de la humanidad. Este es uno de los aspectos recurrentes en la poética de Penza como director, llevando al espectador a estar en un lugar activo, interpelándolo en sus límites como persona, como ser social, en cualquiera sea el rol/roles que decide interpretar en su propia vida. Porqué se puede observar sin interferir directamente pero cuando la verdad estalla no existe refugio ni posibilidad de que no te modifique; el placer de mirar, participar indirectamente tiene su precio a pagar: la comodidad.
Desde esta premisa, las actuaciones estarían guiadas por un principio de búsqueda y condensación de esas verdades humanas que toda persona lleva consigo, para así poder reflejarlas en su personaje pero también en el público; la esencia de cada emoción, sensación y/o sentimiento escapa a lo universal, porque no todos sienten igual y como en este caso, el horror es colectivo pero el dolor es privado.
El desafió para algunas actrices y actores de esta puesta en escena es el representar a dos o más personajes, ya sea en distintas edades o diferentes identidades. Como ser María José de la Torre, quién hace de Sauda joven y adulta; Mariano Rubiolo, quien da vida a siete personajes distintos, Exequiel Maya, quien representa a un doctor preocupado por las vidas que se cobra la guerra pero también al paramilitar que es quien se las lleva; Marcos Martínez, como el abogado, para luego ser uno de los que ayuda a Simón a legar a destino; Patricia Leguizamon, quien interpreta a Nawal de mediana edad y Adriana Rodríguez. Todos ellos logran caracterizar a cada uno de sus personajes de tal manera que se diferencian unos de otros, dejando en evidencia lo que ya se dijo más arriba: no importan los rostros, los nombres o las veces que las historias se repitan pero sí el rol que cada uno cumple y el mayor o menor grado de ayuda u oposición que están dispuestos a brindar, y por tanto, cuánto más dolor o alivio son capaces de dar a esos otros con quienes se cruzan sus caminos.

La herida primordial
Sauda cantando frente a dos cuerpos acribillados. Nawal joven dando a luz y acto seguido su madre entrega a su nieto a otra mujer para que lo lleve a un orfanato. Los mellizos recibiendo de manos del abogado de su madre dos sobres que deben ser entregados a personas que hasta ahora no entraban en su campo de vida, su padre y un hermano, pasando, casi sin escalas, al entierro de su madre. Los momentos de amor secreto entre Nawal y Wahab. Son imágenes, que en segundos muestran al espectador lo bello y lo espantoso que a cada personaje le toca vivir. Porqué la luz que envuelve a los hechos solo muestran una parte del suceso.
Debido al tiempo fraccionado, que oscila entre el presente y el pasado, la puesta en escena resuelve eficientemente las complejidades propias del texto, en cuanto a espacios y personajes que intervienen, tomando como decisión, el desdoblamiento según sus edades, como el caso de Nawal, la continuación a través del tiempo, como Sauda, así como también el hecho de que un/a solo/a actor o actriz lleve a cabo un solo personaje, como los mellizos Jeanne y Simón ( Emiliano Demarco) o Wahab (Fausto Daffner), padre de Nihad.
El vestuario y el maquillaje, realizados respectivamente por Ignacio Estigarribia y Virginia Basualdo, ayudan en el relato escénico,  pero también en la definición de los personajes, contribuyendo a la resolución de los aspectos técnicos de la puesta en escena. 
Otro de estos momentos, de gran impacto visual, se da al finalizar el entierro de Nawal, cuando Antoine (interpretado por Mariano Rubiolo) entra en escena y desarma el entierro, convirtiendo la fosa en un armario. La escena previa connotaba el ritual mortuorio de una mujer cuyo deseo era ser enterrada al revés de cómo lo dicta la tradición, para luego producir una denegación sígnica: esto, ahora, es otra cosa y por lo tanto cumple otra función.
En escena, no se ve el cuerpo sin vida de Nawal. Su entierro fue apenas un trámite para quienes la sobrevivieron porque ella no estaba ahí. Sigue tan viva como su memoria. Y a pesar del rechazo de Simón frente a una madre tan dura en la muerte como lo fue en vida, a la vez que Jeanne busca encontrar la lógica matemática a la situación, ella les da el regalo que les negó durante años: la consciencia.

Si la memoria es un relicario, la consciencia es un arma y el desconocimiento, un privilegio. La movilización en cada fibra de su ser que el público pueda llegar a sentir a partir de ocupar su lugar de espectador puede traerle aparejadas millones de preguntas. ¿En qué momento sucede la herida primordial? ¿Quién se la produce a quién? ¿Cuántas veces se replica? ¿Para qué?  Y las lágrimas de Simón y Jeanne al final, tal vez, son la clave para comprender que las tragedias se instalan en los cuerpos, infiltrándose en la carne, licuándose con la propia sangre hasta ser indisociable de lo genético, genealógico ¿las lágrimas de quién son derramadas? Al final, esa verdad permanece vedada, como la madre perdida y aun no llorada.